Historia del Parque de María Luisa

El Parque

 

En 1849 los duques de Montpensier, adquirieron el Palacio de San Telmo, hoy sede de la Presidencia de la Junta de Andalucía. Entre las diversas obras que acometieron en él, encargaron al jardinero francés Lecolant la ejecución de un gran jardín acorde con la majestuosidad del edificio que habían convertido en su residencia. Con objeto de disponer de suficiente superficie compraron terrenos colindantes como la Huerta del Naranjal y aquéllos sobre los que se asentó el antiguo convento de san Diego.

Lecolant diseñó un gran jardín que, acorde con la moda del momento, seguía los dictados del paisajismo a la inglesa, incluyendo pinceladas de pintoresquismo que, en ocasiones, aludían a estilos propios de otras latitudes como la jardinería oriental, y en otras supusieron la ubicación de restos arqueológicos propiedad de los duques. No obstante, el diseño incluyó también composiciones dentro de la ortodoxia del formalismo francés al que, lógicamente, Lecolant no era ajeno.

En mayo de 1893 una gran parte de ese jardín fue cedido por la duquesa viuda, la Infanta María Luisa de Borbón, a la ciudad. Con anterioridad, el Ayuntamiento le había pedido permiso para poder trazar una calle que hiciera posible la conexión, con el río, de la parte situada más allá del antiguo convento de San Diego, con lo que surgiría el Paseo de María Luisa.

A partir de ese momento, todo este gran jardín que quedaba al sur de la nueva vía y que llegaba hasta el paseo de Bella flor –donde se ubicarían los Jardines de las Delicias- iba a ser un parque para la ciudad, que agradecida, lo llamaría Parque de María Luisa.

En Junio de 1909, se lanza por vez primera la idea de celebrar una Exposición Hispanoamericana en Sevilla que es rápidamente secundada por diversos estamentos de la ciudad. Al año siguiente se realizan las primeras aportaciones económicas por organismos oficiales entre los que lógicamente se encuentra el Ayuntamiento. Éste ofrece el parque de María Luisa y terrenos adyacentes de su propiedad como posible ubicación de la misma. Se estudian otros mientras algunos se oponen al uso del parque temiendo su deterioro manifestando que se trata, además,  de una zona sujeta a inundaciones. Al fin una vez asegurado que la zona quedaría protegida del agua una vez se efectuaran las obras pertinentes de defensa, el recién creado Comité para la organización del certamen decide, en abril de 1910, que los terrenos ofrecidos por el Ayuntamiento serán los de ubicación de la Exposición. En ellos quedan incluido el Parque de María Luisa y los Jardines de las Delicias.

Se piensa entonces en una adecuada adaptación del parque para que, sin que se deteriore, sirva correctamente como marco para la celebración de la Exposición. Como director de los trabajos de planificación general y de las obras de edificación se elige al arquitecto Aníbal González. Para las necesarias obras específicamente de jardinería se busca a un especialista de reconocido prestigio y la elección recae en Jean-Claude Nicolás Forestier, ingeniero francés que era conservador de los parques y jardines de París y autor de numerosas obras fuera de su país.

En Enero de 1911, Forestier elabora un anteproyecto que fue aprobado en abril de ese mismo año, encargándosele el proyecto definitivo que fue presentado a las autoridades sevillanas en noviembre. En el proyecto, junto con una detallada memoria y presupuesto, Forestier incluye los planos que contienen el diseño que ha pensado para la reforma del parque. Toma como centro de toda la composición gran parte del núcleo del jardín anterior diseñado por Lecolant, constituido por el eje que une la isleta o estanque de los patos y el montículo del Gurugú.

Respetando el paseo de María Luisa,  Forestier refuerza ese eje con la ejecución del estanque de los lotos, en una de sus cabeceras, y con la de la fuente de los Leones al pie del Gurugú, reacondicionando el estanque de los patos. Como articulación de toda la superficie disponible, crea dos grandes avenidas paralelas: las denominadas más tarde avenida de Pizarro, agradable paseo cobijado por sóforas y la de Hernán Cortés majestuosa bóveda vegetal a cargo de plátanos de sombra, además de una poderosa transversal, la denominada Avenida de Rodríguez Casso que pensaba abrir el parque hacia la zona del Prado de San Sebastián. La ejecución posterior de la Plaza de España,  la convertiría en un privilegiado eje de acceso a la misma, hoy flanqueado por hermosos magnolios.

El parque se abrió al público el 18 de Abril de 1914, constituyendo desde entonces y hasta 1973, en que se inauguraría el Parque de Los Príncipes, el parque por antonomasia de la ciudad. Con las obras de la Exposición Iberoamericana, que sumarían a su recinto las grandes plazas de España y América y numerosas glorietas, ha quedado como fiel exponente de la composición ecléctica que presidió durante la primera mitad del siglo XX gran parte de las realizaciones de espacios ajardinados y de los que la ciudad de Sevilla es significativo ejemplo. Compromiso entre las formulaciones paisajísticas y la rigurosidad de los trazados de la ortodoxia francesa, su adaptación al Sur y al ambiente del regionalismo imperante en el momento, hizo de la glorieta la base de su composición. Su acentuado carácter local pese a la filiación de los que intervinieron en su diseño, mostrada tangiblemente en el profuso uso de materiales tradicionales como el ladrillo y la cerámica, lo convierte en un exponente significativo de una manera de abordar la jardinería pública hoy olvidada y relegada por otras de mucha mayor aceptación al gusto de los usuarios de estos tiempos. Parques como el Alamillo o el Infanta Elena, con una nueva teoría naturalista casi de espacios rurales traídos al interior de la ciudad con un uso masivo de vegetación autóctona, han introducido una visión nueva que, si ha de ser señalada por algo, es por el olvido de la glorieta, acuerdo entre vegetación y arquitectura que fue y es la base de la composición del gran parque de Sevilla.

Gran parte de éstas glorietas han sido cuidadosa y detalladamente restauradas mediante actuaciones continuas que han perseguido su conservación en las mejores condiciones posibles, haciendo frente al deterioro natural por el paso del tiempo y a los frecuentes destrozos causados por actos vandálicos.

El rítmico ruido de los aspersores en los silencios del caluroso verano de Sevilla, cada vez menos frecuentes sustituidos hoy por otras técnicas más eficaces, acompañado por el penetrante trino de los mirlos y el lejano eco de un coche de caballos que recorre sin prisas sus avenidas de tupida sombra; el lento caminar por sendas y caminos, que esconden tras la espesura de su densa vegetación, pequeñas glorietas donde el agua, rebosante muchas veces, desborda canalillos y estanques para humedecer cerámicas y arriates; el pausado borboteo de fuentes y surtidores; los anaqueles, hoy vacíos, que recuerdan los días dorados de la Exposición Iberoamericana, ponen, ahora y siempre, ante los ojos del sorprendido paseante un gran jardín que casi sin quererlo encierra entre sus árboles -para el que quiera y sepa descubrirla- una gran parte de la historia reciente de la ciudad.